12 CANCIONES CONCRETAS
Gonzalo Elvira y la figura fragmentada
José Luis Corazón Ardura
Desde la Grecia clásica, el rechazo a cierta clase de artistas estaba relacionado con un conocimiento que se consideraba como algo meramente técnico vinculado principalmente a la escultura, cuando las obras de arte que abundaban en la ciudad eran ejemplo de memoria y civismo. Los artistas que querían expulsar de los límites de la ciudad eran aquellos que estaban cerca de las fraguas, cerca de la suciedad y el fuego, en una suerte de infierno doméstico donde iba a ser extraño que apareciera esa concepción límpida y clara de la serena belleza del hierro o el mármol, en detrimento de su conversión en constante ceniza simbólica. Al contrario, durante la modernidad es un hecho la incidencia de lo industrial que está precisamente en no desvincular el arte de su conocimiento técnico a la hora de hacer objetos artísticos, justificando la relevancia de la artesanía o la carpintería, como eje central de los objetivos sociales del Bauhaus a la hora de reunir escuela y arte desde una perspectiva que también se antoja espontánea y optimista, luminosa y transparente y, en contraposición, es la prueba del desfondamiento ligado al nihilismo que atravesará la historia de Europa durante el siglo XX. La destrucción de la parte más simbólica del Das Märzgefallenen-Denkmal (Monumento a los caídos de marzo, 1922) –dedicado por Walter Gropius al asesinato de nueve trabajadores en huelga en Weimar durante el mes de marzo de 1921-, identificable con un rayo que surge desde la tierra del cementerio hacia el cielo, es una suerte de marca, una inversión simbólica: “Hitos: ¡El relámpago surgiendo del fondo de las tumbas como una señal de un espíritu vivo! La sepultura en ningún caso aislada de las tumbas cercanas sino símbolo final de una gran cadena de tumbas de hermanos caídos, espacio de conmemoración universal, pero también homenaje de cada uno de ellos. Hito, sepulcro y muro de piedra caliza, de ángulos afilados y lisos”.
El impulso que necesitó Gropius para organizar el saber artístico a través de una conexión entre disciplinas diversas, vinculaba el conocimiento técnico y artesanal con los objetos de la decoración y las artes desde una óptica pedagógica y arquitectónica. En esa correspondencia, como una manera de estratificar el conocimiento del mundo, se incidía en considerar la importancia de promover un arte participativo. Pero bajo ese aspecto expresionista y unitivo del conocimiento, habita el fragmento de una operación política contra la degeneración en las artes. La escultura se convierte en un elemento histórico, casi una prueba de la situación sociológica y económica de Alemania en los años 20, pero también de la metamorfosis que la escuela Bauhaus iba a tener a lo largo de los años posteriores, con relación a los cambios políticos desde la República de Weimar hasta el muro que separaba los extremos del totalitarismo fascista y comunista. En ese hito como marca histórica, el sepulcro como depósito de la memoria y el muro como frontera, se instalan monumentos que son la prueba del vacío que habita en sus cimientos. En esta relación del trabajo y la escultura aparece una figura comprehensiva que organiza un conocimiento práctico y transformador de las artes. Es cierto que los ideales de trascendencia y superación propios de la escultura expresionista pueden coincidir con las reflexiones que Jünger aportará en El trabajador (1932), al referirse a cómo se puede representar esa figura del trabajador a través de un arte decididamente apocalíptico: “La superficie de la Tierra se encuentra recubierta de cascotes de imágenes que han sido derribadas”.
Lo cierto es que la mutilación de una escultura –siempre pública, en el suelo de la ciudad- muestra que la forma puede propiciar extrañas alianzas como instrumento político. Esa busca de la diseminación de las partes que comprenden una figura es ahora, en el caso del apropiacionismo que Gonzalo Elvira ha empleado furtivamente en mapas, enciclopedias o libros, el encuentro de una figura capaz de representar la historia desde el huidizo presente. La concepción artística del Bauhaus que inspira 12 canciones concretas es una reconstrucción en piezas de algo que ya está mutilado en su origen, ya sea por la censura contra la modernidad o como deconstrucción paliativa política. Se trata de borrar como quien tacha un texto, se elimina aquello que puede molestar a un mundo burgués en firme ascendencia. Se trata de aportar un sentido actual al fragmento que, tras su desaparición, sigue afectando como prueba de una ausencia encontrada en las líneas repetidas. Acaso sea una tentativa para expresar ese carácter destructivo de las cosas que se advierte en el fondo flotante que rodea esta figuración de trabajo, muerte y cementerio. En cualquier caso, es sospechoso un arte inspirado en cuestiones románticas y naturales, donde se asignaban rasgos psicológicos a los colores, como llevados por una voluntariosa afición por encontrar ocultos significados, como si el arte no fuera más que una confusa alegoría. Pero lo cierto es que la aparición de un constitutivo elemento sinestésico, capaz de confundir los sentidos en una suerte de escapismo psicodélico, es la oportunidad para unificar aquello que penetra no solo a través de los ojos o de los oídos, sino desde un espacio mental que supere los aspectos psicológicos de la percepción. En ese sentido, donde abundan las asociaciones no solo cromáticas, sino pentagramáticas, literarias o metafóricas, la incursión de Gonzalo Elvira en esta lectura de lo monumental actualiza estos intereses musicales, pedagógicos y escultóricos con relación al arte y la sociedad actuales desde una perspectiva integradora, armónica u holística.
Es el caso de la figura de un monumento cercenado y transformado, ya reconstruido, ya en continuo cambio, donde el ideal de Gropius de crear eventos como quien organiza fiestas dedicadas al lejano Oeste o a la lejana China, estaba relacionada con la construcción participativa y procesual del arte. Más que liturgia y encuentro, la propuesta de Gonzalo Elvira en 12 canciones concretas se dirige hacia un arte reflexivo y activo inspirado en ese carácter flotante y aislado de la propia figura de la escultura. Hay espacio para ver en este número una cifra simbólica tradicional inspirada tanto en el dodecafonismo de Arnold Schönberg, como en el círculo cromático donde se sitúa el color como fondo de comprensión de la figura del monumento a los trabajadores asesinados. Una suerte de ejercicio sinestésico que aleatoriamente juega con el sentido de la ampliación arquitectónica del sepulcro. Desde la perspectiva de la pintura y el dibujo, se constata que, a través del tratamiento musical, se puede alcanzar esa favorecedora correspondencia en la unión de los sentidos. Por otra parte, se hace necesaria una cierta distancia aérea para comprobar que, en la alianza de los sentidos dirigidos a ser testigos del paso del tiempo y la supervivencia de ciertos presupuestos necesarios en el arte -desde la participación y la expansión de la escultura-, la destrucción de un monumento es la prueba de que el ideal ya era fragmentario. Buscando en esa síntesis de apariencia irrealizable, Gonzalo Elvira propone el aislamiento de una figura ya fragmentaria, realizando una separación estructural, simbólica y metafórica, donde habita la azarosa cadencia de la ausencia de fundamento.
Con el apoyo: